La Navidad

Antonín Kosík

 

Dibujos de Juan Kalvellido

Texto original "Vanoce" traducido desde el checo al español por Mariapia Ciaghi

 

El profesor Umberto Neuwirth en realidad no era ningún profesor. Abrió su consulta de cirugía como recién licenciado en medicina en un pequeño pueblo no lejos de Jojutla, justo al lado del museo Emiliano Zapata, que tampoco era un museo. Pero una pequeña, con salas oscuras y sucias a pesar de todas las ventanas, en la que hacía mucho tiempo se reunían los miembros de la organización local comunista-popular-democrática. Por aquel entonces ya estaban todos muertos, así que el lugar lo ocupaban los librepensadores locales, que lo empleaban para sus tertulias y partidas de dominó. El motivo por el que este profesor corpulento (ese tipo de corpulencia que no permite distinguir si se trata de obesidad o de los resultados del ejercicio físico) abrió su consulta justamente aquí era sencillo. Basándose en los anuarios estadísticos y las previsiones a largo plazo de la cámara sanitaria mundial, había calculado que en los próximos años la mayor parte de los accidentes ocurriría justo en ese lugar. Quizás el profesor Neuwirth se equivocó en sus cálculos o las previsiones no fueron exactas, pero las roturas de cráneo y las complicadas fracturas de las extremidades superiores y de otro tipo con las que contaba esta consulta tan lujosamente equipada no acababan de suceder. Así pues, el profesor pasaba la mayor parte del tiempo en el museo, donde conversaba sobre el estado del mundo con el párroco, don Emilio Rodrique Sánchez Stoppa. Su entendimiento mutuo, que casi se podría llamar perfecta armonía, quedaba turbado únicamente por el hecho de que cada cual hablaba de algo completamente diferente. El profesor le contaba al otro sus teorías, que explicaban por qué justo ahí, y no por ejemplo en un pueblo montañés de África, se había de llegar en cualquier momento a un número increíble de accidentes curables sola y únicamente mediante una intervención quirúrgica. Describía gráficamente tanto las amputaciones como, por otro lado, las diferentes maneras de coser miembros, los modos de detener hemorragias internas con un solo corte y las tipologías de úlceras operables, o explicaba con entusiasmo cuántos puntos se pueden coser según qué herida. Don Emilio en cambio platicaba sobre la corrupción del mundo, la necesidad de purificación, los focos de ateísmo y sobre la decadencia y la necesidad de un resurgimiento radical. Hablaba de la necesidad del alma y clamaba contra el cuerpo, especialmente contra el desnudo. Asimismo se oponía también a la incomprensible expansión y voracidad del Vaticano, confundiendo el Vaticano con Washington. Escribía largas cartas en la lengua Náhuatl acerca de cómo enderezar el mundo y las mandaba sin franquear, firmadas por el profesor Neuwirth, a su propia dirección. Por supuesto, a menudo se las devolvían aparentemente sin abrir.
(Al lector impaciente por enterarse de cuándo llegaremos a la temática navideña, le pedimos por favor que aguante un par de líneas más).
Don Emilio se esmeraba minuciosamente en el cumplimiento de sus obligaciones. La iglesia que administraba, con un jardín rodeado de altos muros, tampoco estaba lejos del museo, del que la separaba la plaza y el mercado. Más allá de la iglesia, el pueblo terminaba. De don Emilio, que de verdad se esmeraba minuciosamente, no podemos dejar de destacar que, para el cumplimiento de todas sus obligaciones, jamás pasó por alto ni tan siquiera la celebración de las santas misas de la primera y segunda fiesta de la siembra. Sin embargo cayeron del calendario eclesiástico no solo la Navidad, sino también absolutamente todo diciembre. El cómo se llegó a esto es difícil de decir. Don Emilio fue consciente intuitivamente de este agujero en el calendario eclesiástico y se explicaba el hecho pensando que los acontecimientos para que se realizara todavía tenían que producirse. De esta manera cada año pasaba todo diciembre, y sobre todo la Navidad, en oración y contemplación, esperando el nacimiento de algo, del hijo de Dios, como él mismo lo llamaba, que pondría el mundo y el calendario eclesiástico en orden. Decoró toda la iglesia cuidadosamente con hojas de plátano y plantó flores en el jardín, y con papeles de colores de chocolate y cacao recortó y compuso primorosamente estrellas de cinco puntos parecidas a las que había visto en el museo.

No obstante, ni la llegada de la Navidad y del hijo de Dios, como don Emilio lo llamaba en su labor, ni la epidemia de fracturas y pestes operables se produjeron ese año. No fue hasta el año siguiente cuando nuestros protagonistas pudieron ver por fin ambas cosas, a la vez, junto a la construcción y apertura del primer supermercado del pueblo, pero eso ya es otra historia.

 

 
 
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